Borrón y cuenta nueva: mi camino a la medicina

Siempre tuve una fascinación por las computadoras. La mayor parte de mi vida, esa fascinación se tradujo en una sola cosa: los juegos de computadora. Con los años, mi interés por la computación se fue ampliando, pero durante mi niñez y adolescencia, fue jugar.


Cuando terminé el liceo no sabía qué hacer con mi vida. No me atraía ninguna carrera y tampoco me gustaba estudiar. Entré a Ingeniería en Computación más que nada por inercia de haber hecho sexto físico-matemática y porque, aunque no tenía idea de qué se trataba realmente, en mi cabeza era lo más relacionado a mi verdadera pasión —jugar en la computadora—.

Los tres años que avancé en la Facultad de Ingeniería me llevaron el doble de tiempo. La facultad no era lo mío, pero programar me encantó. ¿Construir lo que quisiera con solo apretar botones en un teclado? Mi imaginación era el límite. Desde que le agarré la mano —y por varios años—, mi tiempo libre lo dediqué, casi exclusivamente, a aprender nuevas herramientas digitales y hacer proyectos por amor al arte (en realidad, quería sacarles rédito, pero iba a ser más probable ganar el 5 de Oro dos veces que sacarle un peso a mi clon de Tinder). El fervor con el que me autoenseñaba y lo ambiciosos que eran mis proyectos hicieron que no pasara mucho tiempo hasta conseguir mi boleto de entrada a la industria del software.

Como suelen ser las primeras veces, mi primera experiencia laboral fue un desastre. Padecí los nueve meses que estuve en la empresa. A la semana de entrar, alguien pensó que era buena idea ponerme a manejar un proyecto yo solo: arquitectura, desarrollo, comunicación con el cliente, todo. Yo, sin nadie más, con cero experiencia y cero guía. Hablo y entiendo bien inglés, pero me acuerdo que en las reuniones con el cliente —británico, el hombre— estaba tan nervioso que creo que le habría entendido más si me hablaba en chino mandarín.

Para sorpresa mía, el proyecto salió bien y relativamente en fecha; el que no salió tan bien fui yo. Me terminaron echando. La razón oficial fue bajo rendimiento. La realidad fue que mi ansiedad galopante y la personalidad avasallante de mi jefe no hacían buena pareja.

Mi segundo trabajo fue lo opuesto: lindo ambiente, compañerismo y mejor sueldo. Y me iba excelente: superaba expectativas, subía de rango en la empresa… Disfrutaba de ir a trabajar.

Pero con esa merecida paz que vino al tiempo de trabajar en un lugar más estable, también vino el espacio para reflexionar sobre cosas más sutiles de la vida que, cuando el caos reina, se esconden en un segundo —o tercer, o cuarto— plano: «cuando me quede poco para embarcar al viaje final y mire para atrás, ¿voy a estar satisfecho de cómo gasté la mayoría de mis años productivos?» era una de las preguntas que me generaban un conflicto interno que, por más leve que fuese, también era crónico.

De a poco fue creciendo esa inquietud en mí. Me gustaba lo que hacía y lo hacía bien, pero mi única motivación era la plata; no había nada de programar «Instagram, pero para mascotas» que me involucrara personalmente y me hiciera sentir que estoy usando bien mi tiempo en la Tierra (nunca programé Instagram para mascotas, pero podría haber sido real, tranquilamente), y junto con ese vacío, también fue creciendo una admiración por las personas que trabajan en la salud, sobre todo los que están en contacto directo con los cuidados de las personas.

Esa incomodidad existencial quedó marinando por un tiempo hasta que un día llegó el catalizador: me habían dado un aumento por un proyecto exitoso en el que había trabajado, e, inmediatamente después de que la felicidad y el orgullo que me recorrían hubieran calmado su intensidad, mi foco giró hacia cómo conseguir el siguiente aumento. Cuando volví a mi casa y me di cuenta de lo que estaba pasando, supe que era momento de hacer un cambio.


Nunca me habían llamado la atención los trabajos de la salud. Creo que no fueron ni dos segundos en los que descarté toda el área a la hora de elegir la orientación en el bachillerato. Hasta ese momento, el cuerpo humano había sido una caja negra para mí, un misterio que no me había interesado develar. Tampoco había tenido mucho contacto con la enfermedad; sacando algunas afecciones leves, mi vida había sido bastante simple en cuestiones de salud, y por suerte, la de mi familia también.

Pero esa admiración de reciente comienzo por los veladores de la salud se transformó en un deseo de hacer lo que ellos hacían, de ser uno de ellos; quería dedicar mi tiempo de labor a escuchar a los demás, entenderlos, acompañarlos y ayudarlos en algo tan intrínseco a cada uno de nosotros y tan fundamental como lo es la salud. De las opciones que consideré, por lejos medicina fue la que más me gustó: la profundidad en la que se ven los temas, la toma de decisiones, el trabajo de detective ante un paciente con un cuadro que no encaja en ningún molde, la compleja y distante pero a la vez cercana relación entre el médico y su paciente. Esas cosas me hicieron sellar la decisión.

Apenas se abrieron las inscripciones en la Facultad de Medicina para el año que entraba, me anoté. Le conté a cualquier persona dispuesta a escuchar. Estaba extático. Ese día volví al trabajo con la hoja de inscripción que me habían dado en Bedelía para mostrarles a mis compañeros como un niño con su regalo de navidad. Incluso antes de empezar, sentía que ya estaba cumpliendo el sueño.

El primer día de clases fue un shock para mí. Después de un ejercicio introductorio de discutir sobre los determinantes de la salud con mis compañeros seis años más chicos que yo, el profesor de Estudio de Casos empezó a contarnos historias de guerra de sus guardias en la puerta de emergencia. Me sentí un extraterrestre. «¿Qué estoy haciendo acá?» sobrescribía cada pensamiento que tuve durante las casi dos horas de clase. Hasta ese día, mi vida adulta había girado en torno a teoremas matemáticos, algoritmos, lenguajes de programación… Contemplé en silencio si había tomado la decisión correcta…


Hace ya un par de horas que llegué a mi casa. Síncope fue el tema de hoy, uno de los tantos que tenemos que aprender para Clínica Médica, la materia insignia de quinto año de medicina y mi favorita hasta ahora.

Hoy tengo el privilegio de ir al hospital todos los días y escuchar a los pacientes, conocer realidades diferentes a la mía, aprender a ser doctor. Y en cada uno de esos días agradezco haber tomado esta decisión.

La sensación de sapo de otro pozo hace años que desapareció. El vacío existencial que en otras épocas solía afligirme, hoy no es más que un recuerdo agridulce que traigo al presente cada tanto, cuando pienso en el camino recorrido y en el que me queda por hacer.

No fue una decisión fácil ni una que tomé a la ligera, pero que valió la pena, valió la pena.